Por Isabel Allende
Había una vez una mujer cuyo oficio era contar cuentos. Iba por todas partes ofreciendo su mercadería, relatos de aventuras, de suspenso, de horror o de lujuria, todo a precio justo.
Un mediodía de agosto se encontraba en el centro de una plaza, cuando vio avanzar hacia ella un hombre soberbio, delgado y duro como un sable. Venía cansado, con un arma en el brazo, cubierto del polvo de lugares distantes y cuando se detuvo, ella notó un olor de tristeza y supo al punto que ese hombre venía de la guerra. La soledad y la violencia le habían metido esquirlas de hierro en el alma y lo habían privado de la facultad de amarse a sí mismo.
—¿Tú eres la que cuenta cuentos?, preguntó el extranjero.
—Para servirle, replicó ella.
El hombre sacó cinco monedas de oro y se las puso en la mano.
—Entonces véndeme un pasado, porque el mío está lleno de sangre y de lamentos y no me sirve para transitar por la vida, he estado en tantas batallas, que por allí se me perdió hasta el nombre de mi madre, dijo.
Ella no pudo negarse, porque temió que el extranjero se derrumbara en la plaza convertido en un puñado de polvo, como le ocurre finalmente a quien carece de buenos recuerdos. Le indicó que se sentara a su lado y al ver sus ojos de cerca se le dio vuelta la lástima y sintió un deseo poderoso de aprisionarlo en sus brazos.
Comenzó a hablar. Toda la tarde y toda la noche estuvo construyendo un buen pasado para ese guerrero, poniendo en la tarea su vasta experiencia y la pasión que el desconocido había provocado en ella. Fue un largo discurso, porque quiso ofrecerle un destino de novela y tuvo que inventarlo todo, desde su nacimiento hasta el día presente, sus sueños, anhelos y secretos, la vida de sus padres y hermanos y hasta la geografía y la historia de su tierra.
Por fin amaneció y en la primera luz del día ella comprobó que el olor de la tristeza se había esfumado. Suspiró, cerró los ojos y al sentir su espíritu vacío como el de un recién nacido, comprendió que en el afán de complacerlo le había entregado su propia memoria, ya no sabía qué era suyo y cuánto ahora pertenecía a él, sus pasados habían quedado anudados en una sola trenza. Había entrado hasta el fondo en su propio cuento y ya no podía recoger sus palabras, pero tampoco quiso hacerlo y se abandonó al placer de fundirse con él en la misma historia...
(Tomado de Panfleto Laetus)
No hay comentarios:
Publicar un comentario